Wednesday, July 20, 2011

Trilogía. Lugares de paso, lugares para encontrarse, lugares para perderse.

De paso.

Disfrutaba caminar la cuadra que separaba mi casa de la parada del colectivo todas las mañanas. Se trataba de un ritual rígido de 80 metros aproximadamente. Daba un paso tras otro por esas veredas procurando siempre repetir el mismo recorrido. Primero los baldosones de la entrada del edificio: grises, amplios, rectangulares. Se debía avanzar una fila por vez, respetando cada pierna su columna. Luego venían las baldosas más pequeñas, amarillas, con una trama horizontal en relieve: cinta, desnivel, cinta. Sobre estas se jugaba al ajedrez. En movimientos de caballo (tres por uno, izquierda o derecha) uno marchaba hasta encontrarse con los baldosones negros. Estos se extendían casi hasta el final de la cuadra y eran los más aburridos. La textura de la superficie dificultaba apreciar la separación entre los módulos y se requería mucha habilidad para no pisar las líneas. El esfuerzo tan cercano al objetivo hablaba de algo que todavía me cuesta entender. Luego de esos escasos minutos me detenía sobre el poste y posaba la mirada donde se perdía la calle tratando de atraer al colectivo con la fuerza de mi temprana ansiedad.

Si los lugares se definen por límites, podemos trazar un perímetro entre mi casa, la parada del colectivo, el cordón de la vereda y las fachadas. A contramano, para mí los momentos siempre definieron los espacios. Las sensaciones variaron con la edad y las particularidades que planteaba el día. Las primeras ocasiones mama (con cara de dormida y aun despeinada) me tomaba de la mano y me acompañaba en silencio durante el corto viaje en colectivo, aún aturdida por la mañana, tan lejana de su verborragia usual.

Luego experimentaría la independencia, mama me dejaría en la parada, indicaría al chofer donde debía bajarme, mucho más atenta y despierta que en la primera etapa. Pagaría el boleto y miraría por la ventana mientras me alejo. Ese raro extrañar que parecía tan profundo y eterno durante los 10 minutos de viaje y que desaparecía ni bien cruzaba una cara conocida. Ese reemplazo que se volvería costumbre, tan claro puesto en perspectiva.

Un día le pediría a mamá que se quedara en la puerta y recorrería el tramo hasta la escuela por mí cuenta. Ella entendió, no sin temor, que ya podía hacer el camino solo. Por otro lado, ya en tercer grado, mi cabeza empezaba a disfrutar de esos momentos de soledad en donde repasaría mis primeras preocupaciones: alguna tarea incompleta, un partido de bolitas perdido por muy poco, algún beso a escondidas, otra pelea en casa. Ese ensimismamiento, ese dialogo eterno, comenzaba como un tímido cuestionamiento que iría erigiéndose a mi alrededor definiendo la tendencia a escapar del mundo a través del ritmo de los pasos regulares que me acercarían a la respiración del mundo y con ellos todo y sin mí nada. Porque el ritmo, la vibración, desprendería todo aquello pegoteado en las caras interiores de mi cabeza y caería sobre mis pasos dándome la posibilidad de dejar atrás residuos de experiencias que en un tiempo futuro recogeré terapia de por medio.

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